POLÍTICA PÚBLICA Y DERECHO A LA EDUCACIÓN

Por Miguel Caro R. Profesor, académico de la UMCE

En una política educativa que busque superar el neoliberalismo, la educación debe ser considerada un derecho social universal pues constituye un bien público, y no un bien de consumo. Esto en cuanto que sus efectos pueden aportar significativamente al desarrollo de la sociedad y a la formación de las personas, como pertenecientes a una cultura y a un espacio social que requiere lazos de pertenencia, de colaboración y de solidaridad, así como el reconocimiento de la condición de igualdad constitutiva y de diversidad de sus miembros. De todo ello depende la convivencia y la interacción para la propia preservación y desarrollo de quienes habitan y comparten un espacio común.

La educación no es entonces un servicio individual que repercute únicamente en quien accede o no a ella. Es más bien, el modo en que los sujetos preservan su identidad, historia, valores, capacidades, etc., al mismo tiempo que las discuten, cuestionan, modifican y enriquecen. Difícilmente se puede ser miembro de una comunidad (y gozar de los beneficios de su pertenencia) si no se accede a un proceso educativo. En ese sentido, al Estado -si este efectivamente fuera expresión del interés general- le cabe una alta responsabilidad en la garantía de tal derecho; en caso contrario la actividad que realiza para regular y promover el desarrollo del conjunto de la sociedad; vale decir, la política pública, sería un agente activo de su vulneración.

Precisamente, en el marco de la instalación del proyecto neoliberal durante la dictadura cívico-militar y profundizado en democracia, el modelo educativo, en su configuración como expresión del mercado, ha sido una palanca poderosa de reproducción de las desigualdades y del empobrecimiento del valor formativo que la educación entrega a los sectores más empobrecidos. La mercantilización supone justamente la renuncia a la idea de que existen derechos fundamentales de carácter universal y que su satisfacción dependa de las posibilidades que cada individuo pueda generarse.

El modelo de mercado no sólo tiene que ver con variables económicas. Implica, en primer lugar, la imposición de la libertad de enseñanza por sobre el derecho a la educación y la subsidiariedad como rol del Estado. Lo que ha repercutido en el desmantelamiento de la educación pública y la fuerte privatización y desarticulación del sistema. Al mismo tiempo, este modelo ha apostado por la estandarización como enfoque educativo, lo que afecta principalmente a los establecimientos que atienden a sectores con menos recursos, los que ven restringidos sus proyectos educativos en función del rendimiento por resultados, del entrenamiento conductista y de la homologación cultural, desatendiendo la diversidad de contextos y complejidades educativas. Finalmente, la concepción mercantil se expresa en una perspectiva gerencial del diseño institucional y la gestión del sistema educativo y sus escuelas. El sistema de aseguramiento de la calidad, asociado a mecanismos, indicadores, evidencias, premios y castigos, todo en pos de la llamada “mejora continua” de resultados, lo que deriva en la categorización de escuelas y eventualmente en el cierre de aquellas que no rindan según dichos parámetros.

Dicho modelo (creado en dictadura) se ha mantenido durante más de 25 años bajo régimen democrático formal, no por causas naturales, sino por responsabilidad de las autoridades de gobierno y de legisladores, cuyas políticas no han apuntado a transformar la concepción mercantil imperante, ni se han orientado al fortalecimiento de la educación pública. Con ello se ha vulnerado sistemáticamente el derecho a una educación digna y pertinente a cientos de miles de niños, niñas y jóvenes en los distintos niveles del sistema.

La pregunta que cabe hacerse es si hoy, con las reformas educativas impulsadas por el gobierno de Bachelet, se modifica esta realidad de manera estructural y se restituye la educación como bien público o, por el contrario, se perfecciona el modelo atenuando alguna de sus características negativas más evidentes y, por esa vía, se prolonga la situación de vulneración de este derecho. A mi juicio existen razones fundadas para sostener que, en general, asistimos a este segundo caso.

Las iniciativas legales no remueven ni modifican de manera estructural los pilares fundamentales del modelo vigente, esto principalmente porque: se mantiene el principio de libertad de enseñanza por sobre el derecho a la educación, no hay relación con un proyecto país; no cambia la situación de segmentación institucional y segregación social, ni la competencia entre escuelas ni menos el carácter mayoritario de la educación privada (65% de la matrícula). Persiste el subsidio a la demanda (voucher) como forma de financiamiento y la ausencia de mecanismos de participación resolutiva de las comunidades. Se consagra, a su vez, la noción de calidad empresarial porque mientras se establece, en el nivel declarativo, conceptos como inclusión o integralidad, en el articulado se insiste en la evaluación estandarizada, la categorización de escuelas y el cierre de la mismas por bajos resultados.

En suma, las modificaciones que tendrían una suerte de espíritu reformista, son principalmente expresiones de voluntad sin mayor peso dentro de los instrumentos legales ni generan las condiciones de ejercicio profesional apropiadas para su implementación. Sigue faltando en nuestro país, por tanto, una gran reforma educativa, en la que se construya un sistema propiamente tal, superando la desarticulación y la competencia; un sistema de carácter público y, en tal sentido, regido por principios comunes que atiendan el interés general y la conexión con un proyecto de desarrollo nacional. Un sistema en que, sin perjuicio de la diversidad de proyectos, se garantice el derecho a una educación digna, democrática, laica y contextualizada; pensada para potenciar el pensamiento crítico y la formación integral de cada sujeto desde sus particularidades, así como el desarrollo de las comunidades en que se insertan.

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