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Por Sebastián Núñez, integrante del Departamento de Educación y Perfeccionamiento del Colegio de Profesores de Chile A.G. y del Movimiento Pedagógico.

Si la gratuidad tanto en la educación escolar como superior no va acompañada de un fortalecimiento de las instituciones del Estado, se cumplirá la tesis, que tanto daño ha hecho a la educación pública, según la cual los establecimientos educacionales de propiedad privada también pueden ser públicos y, por lo tanto, deben recibir el mismo trato que los estatales.

El proceso que ha transformado a Chile en el paradigma del neoliberalismo educativo es el de las relaciones económicas que posibilitaron el desarrollo de la educación como objeto enajenable, es decir, como un bien de consumo transable en el mercado. 

La compra y venta de servicios educacionales es un proceso por el cual la educación, y en general toda actividad espiritual, representa una mercancía y, como tal, consiste en un producto del trabajo humano que no solo reviste un carácter mercantil desde la perspectiva de su circulación o comercio –concepto al que suele reducirse en el de “mercado”–, sino también desde el punto de vista de su producción, la cual, desde que el inversionista (propietario de establecimientos educacionales) desembolsa su dinero, se orienta al cambio y en donde los trabajadores de la educación generan una plusvalía (“ganancia”) para quien los contrata. 

La mercantilización de la educación supuso, por lo tanto, la propiedad privada sobre los medios de producción espiritual, la conversión de la educación en una mercancía  y la transformación de los ciudadanos en consumidores. Bajo estos caracteres podemos asegurar que la creación del llamado mercado educativo es en realidad una expansión de la propiedad capitalista hacia un ámbito que históricamente fue de dominio estatal y que en cuanto tal estuvo a resguardo de los mezquinos intereses de los empresarios.

Fue la Constitución Política de 1980 la que selló jurídicamente la creación de una verdadera industria de servicios educativos, en la medida en que definió la libertad de enseñanza como la libertad de vender y comprar educación y, por lo tanto, la libertad de producirla como bien de consumo. De este modo se alentó y consolidó el predominio de la propiedad privada en el sistema educacional o, dicho con elegancia neoliberal, la participación del sector privado en la prestación del servicio educativo, llegando en la educación superior a cubrir el 85% de la matrícula total y en la educación escolar cerca del 67%.      

En este escenario muchos han sido los que han querido justificar que las instituciones privadas también pueden ser consideradas públicas y que, por lo tanto, deberían recibir el mismo trato que las instituciones del Estado. Para ello han desarrollado argumentos que pueden ser reducidos a la siguiente idea: el carácter de una institución (público o privado) no depende de su propiedad (pública o privada), sino del “tipo” de educación que proporciona.

En la educación escolar el principal exponente de esta perspectiva ha sido Fernando Atria y en la educación superior, el rector Carlos Peña. 

Atria plantea que “lo que hace que algo sea público es la función que cumple (una función pública) y no “la naturaleza jurídica” del que la realiza” (1). Por su parte Peña define lo público como bien público, es decir, “un bien que produce beneficios indiscriminados, beneficios que se difuminan entre un amplio conjunto de personas, sea que esas personas hayan o no pagado los costos de producirlos” (2).

Ambas concepciones de lo público plantean que el carácter de una institución se define en virtud de las necesidades “públicas” que ella satisface, en el primer caso, cumpliendo una función pública y en el segundo, produciendo bienes públicos. 

Con este argumento, lo que hacen Atria y Peña no es sino afirmar una característica esencial de las mercancías, la de satisfacer necesidades sociales. Toda mercancía que circula en el mercado satisface alguna necesidad y nada importa si esas necesidades tienen su origen en el estómago o en la fantasía. Lo que confunden en su argumento es la satisfaccción de la necesidad (que se expresa como consumo del servicio o del bien mediado por el intercambio) con el carácter de la institución. 

El consumo de una mercancía supone una relación de compra y venta, una relación entre un propietario de dinero y un propietario de mercancías. Cuando tras algún terremoto el Estado entrega a los damnificados gratuitamente materiales de construcción que han sido comprados en alguna de las dos grandes ferreterías que existen en el país, claramente esas mercancías están cumpliendo una función pública y actuando como bienes públicos, pero no por ello alguien estaría dispuesto a afirmar que esas dos empresas son públicas. 

El segundo argumento que utilizan Atria y Peña para justificar que el carácter de un establecimiento educacional nada tiene que ver con la propiedad guarda relación con la defensa de un “tipo de institución”.

Atria plantea que “la educación pública es la que está sometida a un régimen legal conforme al cual ella está en principio abierta a todos como ciudadanos” (3).  Peña por su parte define a la educación pública como espacio público, es decir, como un “ámbito de diálogo y de análisis  racional en que los sujetos se reunían  para discutir la mejor forma de organizar la vida en común” (4).

Lo que confunden Atria y Peña en este caso es el uso con la propiedad. Transformar a una escuela o liceo en un establecimiento que está abierto a todos (porque es gratuito y no selecciona) o a una universidad en un espacio público de encuentro, representan apenas un par de los tantos usos que un propietario privado, conforme a su voluntad, es decir, libremente, puede darle a su propiedad. 

El propietario de una casa puede decidir prestar el inmueble para que las organizaciones sociales de su barrio como el club deportivo, el centro de madres o la junta de vecinos realicen allí sus reuniones, pero ello no impide que dicho propietario tarde o temprano decida arrendar su casa a una empresa o a una familia. Así como nadie estaría dispuesto a decir que la casa es pública mientras sea utilizada como espacio público así tampoco nadie le atribuiría un carácter público a los grandes centros comerciales que en principio están abiertos a todos, pues claramente tienen un propietario que expresa su voluntad, esto es, su libertad a través de su propiedad.

En base a los argumentos que hemos analizado, Atria y Peña concluyen que los establecimientos de educación privados pueden garantizar el derecho a la educación y por lo tanto reemplazar al Estado, siempre que dichos establecimientos sean gratuitos. 

Atria plantea que ello se puede conseguir en la medida en que las instituciones privadas se sometan al régimen de lo público, es decir, que estén en principio abiertas a todos, asumiendo de ese modo la misma relación que establece el Estado con los individuos. Peña por su parte, afirma que es indiferente quién garantice el derecho a la educación porque lo que está en juego es el derecho del ciudadano y no el trato (preferente o no) que debe tener el Estado con algunas instituciones, de tal modo que si el estudiante decide ir a una universidad privada, el Estado debe garantizar que la educación en esa institución sea gratuita.

Frente a estos argumentos, lo que debemos tener a la vista es que solo el Estado y, por lo tanto sus instituciones, pueden reconocer, como una característica inherente a los ciudadanos, el derecho a la educación y en consecuencia garantizarlo. En este caso el ciudadano no ve al Estado como una alteridad, sino como una expresión de su propia voluntad, estableciendo con él una relación basada en un recocimiento intrínseco.

En cambio, la relación que existe entre un individuo y una institución privada es una relación entre privados en la que los derechos de uno limitan los del otro, razón por la cual es preciso normar dicha relación a través de un contrato en que se reconocen ambas partes. Dicho reconocimiento entre privados, por lo tanto, no es una relación necesaria, en la que una de las partes está obligada a reconocer en la otra, derechos que debe garantizar. 

Aclarado este punto, la gratuidad en la educación escolar y superior no significa la garantía del derecho a la educación, pues ese deber solo lo puede asumir el Estado. Lo que en realidad garantiza la gratuidad, deseable bajo cualquier perspectiva, es precisamente que desde el punto de vista del consumidor, es decir, del estudiante y su familia ya no será necesario desembolsar dinero, pues ese desembolso lo realizará el Estado. 

Basándonos en lo que hasta aquí hemos expuesto, la conclusión a la que llegamos es que la gratuidad no significa que las instituciones privadas puedan ser públicas ni que por ser gratuitas garanticen el derecho a la educación. No es lo mismo una educación privada que colabora con el Estado en la garantía del derecho a la educación que aquella educación privada que pretende eximir al Estado de su responsabilidad frente a los ciudadanos, así como no es lo mismo un Estado que provee directamente educación que aquel que se limita a entregar subsidios para que privados la provean. 

Como de lo que se trata es de restituir el derecho a la educación en el país, la gratuidad tanto en la educación escolar como superior debe necesariamente contemplar un fortalecimiento de la educación estatal. Ello implica definir un trato preferente del Estado hacia sus instituciones en términos de financiamiento, lo cual significa terminar con los vouchers y entregar recursos directamente a las instituciones, proyectando adicionalmente un aumento decidido y sostenido de su matrícula.       

Notas:

(1) Atria, Fernando. “¿Qué educación es pública?”, 2009, p. 157.

(2) Brunner, José Joaquín, y Peña, Carlos. “El conflicto de las universidades: entre lo público y lo privado”, Ediciones Universidad Diego Portales, Chile, 2011, p. 52.

(3) Atria, Fernando. “El sentido de la educación pública”, Colegio de Profesores, revista Docencia nº 41, p. 35.

(4) Brunner, José Joaquín, y Peña, Carlos. “El conflicto de las universidades: entre lo público y lo privado”, Ediciones Universidad Diego Portales, Chile, 2011, p. 54.

 

 

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